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GastronomíaEl Bulli: El mejor restaurante del mundo

 
Nuria Mesalles16 años ago331014 min

A finales de la década de 1950, el doctor homeopático alemán Hans Schilling y su esposa de origen checoslovaco Marketta, compraron un terreno en la Cala Montjoi, en Roses, la costa mediterránea de España, en donde establecieron un negocio de minigolf, en el que ocasionalmente la checa improvisaba una venta de carne a la parrilla. Cuando eligieron para su negocio el nombre ElBulli, (a raíz de sus perros bulldogs franceses, a los que llamaban “bulli”), muy lejos estaban de imaginar que luego se convertiría en el mejor restaurante del mundo.

Durante algo más de un año, El Bulli funcionó como minigolf, pero muy pronto, ante la popularidad de la cala Montjoi como centro de submarinismo, el matrimonio Schilling instaló un pequeño local con venta de comida.

En 1964, después de construirse una cocina y una terraza con porche, que hacía las veces de comedor, se instaló en El Bulli un Grill-room, del que se hizo cargo el suizo Otto Müller hasta 1966. A partir de este año se sucedieron distintas personas al frente del establecimiento, en el que se servían platos de confección sencilla, como pollos asados, piernas de cordero y algunos pescados a la parrilla. Poco a poco fueron apareciendo en la carta platos más elaborados, gracias al interés del doctor Schilling por la gastronomía. El doctor, que pasaba la mayor parte del año en Alemania, visitaba los mejores restaurantes del continente, de los que se traía ideas que fue adoptando en los años siguientes.

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Desde 1970 la progresión de El Bulli como restaurante no hizo más que afirmarse. Comenzaron a realizarse muchos más platos de cocina francesa. La llegada de Jean-Louis Neichel en 1975 reportó a El Bulli una manera diferente de trabajar y nuevas perspectivas que se fueron confirmando con los años; en 1976 El Bulli se hizo acreedor de la primera estrella Michelin. Durante los meses de cierre del invierno, el doctor Schilling animaba a su chef a que visitara grandes restaurantes europeos, y acordó una pasantía para que Neichel trabajara con el gran Alain Chapel, cuyo restaurante, La mère Charles contaba con la máxima calificación en esta guía. La oferta de las temporadas siguientes estuvo influida por esta experiencia.

La era de Adrià

Algo que ha marcado la historia de este restaurante, fue la llegada del chef Ferran Adrià, quien luego se convertiría en el co propietario del lugar. La primera vez que Adriá escuchó del Bulli fue en 1983, el restaurante ya contaba con dos estrellas Michellin, y según él mismo confiesa, en ese entonces ni siquiera tenía idea de la importancia de un reconocimiento de este tipo. A sus 21 años, estaba realizando el año de milicia, y por haber trabajado en cocinas, le asignaron la tarea de cocinar para el almirante y su familia. Fue en ese entonces cuando conoció al chef Fermí Puig, quien lo convenció de pasar el mes de vacaciones trabajando en el Bulli. “En aquella cocina, el veterano era yo, y el novato Fermí. No sé si fue para ganarse mi confianza o si fueron las ganas de compartir vivencias fuera del cuartel, pero el caso es que en aquella primavera, me propuso que durante el mes de permiso de agosto hiciera un stage en elBulli, un restaurante de la Costa Brava en el que trabajaba. Y me indicó que era uno de los mejores de España, y que tenía dos estrellas Michelin… sin saber que yo no era capaz en aquel momento de valorar qué significaba todo eso. Así que tomé nota, y tal vez comencé a hacerme mis planes de pasar un verano agradable en la playa; en realidad, es muy posible que esta última idea pesara más que la perspectiva de entrar a trabajar en un restaurante durante mi mes de permiso. Entretanto, nos entregamos a nuestros primeros experimentos culinarios, y empecé a hacer mis pinitos con la nouvelle cuisine de la mano de chefs como Michel Guérard y los hermanos Troisgros, gracias a los libros que Fermí se había traído. Durante varios meses reprodujimos platos de estos recetarios y los servíamos al almirante”, comenta Adrià.

Al terminar el mes de permiso, lo invitaron para que el año siguiente se uniera a la planilla del restaurante, iniciando la temporada en marzo.
En 1984, Ferran Adrià ingresó al restaurante como jefe de cocina. Si bien el restaurante ya contaba con cierto prestigio, el trabajo que desde entonces se realizó, marcó una diferencia en la historia de El Bulli.
Fue en 1990, cuando los propietarios decidieron retirarse, que Ferran Adrià y su socio Juli Soler adquirieron el restaurante, y comenzaron a remodelar los diferentes espacios, comenzando con el parqueo y la terraza, mientras maduraban la idea de la cocina ideal, la cual aseguran, hoy define mucho su forma de ser como restaurante.
“El resultado fue un espacio de 325 m², con todas las instalaciones necesarias, que nos permitió trabajar desde entonces de una manera inédita para nosotros y, además, en unas condiciones lo más agradables posibles. ElBulli que hoy conocemos no sería lo mismo sin esta cocina, por lo que podemos afirmar que ha sido un elemento fundamental en nuestra evolución”.

Tiempo para investigar

El Bulli es mucho más que un restaurante. En repetidas ocasiones los propietarios reconocen que parte del éxito obtenido se debe al tiempo dedicado a la investigación. Pero, desde hace años, ellos aceptaron que para investigar necesitaban contar con un tiempo y un espacio, lejos del trajín diario que implica un restaurante.
“En 1994 comenzamos a intuir que para que nuestra cocina evolucionara al ritmo que deseábamos, debíamos ampliar nuestra concepción de la creatividad, y orientar nuestra búsqueda no tanto a mezclas de productos o a variaciones de conceptos ya existentes para crear nuevas recetas, sino a crear nuevos conceptos y nuevas técnicas. A partir de este año, la búsqueda técnico-conceptual fue nuestro principal baluarte creativo, sin por ello renunciar a otros estilos y métodos, y de ahí nacieron, en los siguientes años, las espumas, las nuevas pastas, los nuevos raviolis, el mundo helado salado, la nueva caramelización, etc. Seguramente la creatividad técnico-conceptual marca la diferencia más importante entre una cocina meramente creativa y una cocina evolutiva”.

Cuando elBulli obtuvo su tercera estrella Michelin, en 1997, cada vez resultaba más difícil combinar la creatividad continua con las necesidades del negocio. La idea de un taller dedicado a la creatividad, comentó Adrià, “surgió el día en el que me di cuenta de hasta qué punto resultaba difícil combinar la creatividad constante con muy poco tiempo y con todas las obligaciones y responsabilidades que regentar un restaurante comporta”.
Y fue otro chef francés emblemático, Joël Robuchon, quien les aconsejó que separaran la actividad creativa del servicio de restaurante: … gradualmente llegamos a la idea de que era necesario crear un taller, pero no sabíamos ni cómo ni dónde hacerlo.
El primer taller lo instalaron en las oficinas del Bulli Catering, pero con el crecimiento de ambos, para el año 2000 decidieron que era el momento de que el taller contara con su propio espacio, por lo que el adquirieron instalaciones para este fin.
El Bullitaller era la cuna de la creatividad pura, tal como al chef le gustaba denominarlo. Su objetivo era proporcionar nuevas ideas al restaurante cada año.
Abierto durante todo el año, emplea a doce profesionales organizados en cuatro equipos distintos, y supone una inversión anual de unos 250.000 euros.
Igual que en los laboratorios de investigación y desarrollo, de los aproximadamente 5.000 experimentos que se realizan en el taller, al final se incorporarán al menú del año siguiente unas 125 recetas.
Si bien el taller era una fuente del incesante flujo de nuevas ideas, eran las empresas las que pagaban las facturas y hacían que el modelo de empresa de elBulli fuera sostenible desde el punto de vista financiero. Los ingresos procedían mayormente de la consultoría y de los negocio
s propios. Los negocios de Adrià eran un medio para alcanzar un fin. Como explica el chef, “nunca me ha apasionado la parte de los negocios. Primero era una búsqueda de la supervivencia. Más tarde, de la libertad creativa”.

Apetito 64/ junio-julio 2008

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